miércoles, 15 de febrero de 2012

POR UNA BARBA

La vista a través del cristal del local caracteriza la imagen de pueblo de llanura: la calle principal, la plaza con su arboleda, y sobre ella el campanario de la iglesia católica (apostólica y romana) asomándose con su habitual agudeza.
Quizá porque desde la acera de enfrente la carencia de construcciones no limita el panorama, tal vez por un mero costumbrismo, lo cierto es que en alguna esquina del otro lado de la calle, inevitablemente se encuentra una coqueta confitería, un típico café, o un simple y sencillo bar.
Para este caso, en la coqueta confitería, un hombre aguarda el resultado de su apuesta a la esperanza.

-Diez minutos de atraso eso es lo prudente, un mayor lapso de tiempo significaría desinterés, o quizá otorgarse un valor extra sobre el que espera-. Esto me decía ese tipo que siempre me habla, aunque no sé por dónde, y cuyas palabras sin sonido aparecen mágicamente en mi mente desde siempre. En su escucha estaba yo cuando se abrió la puerta que daba a la calle Rivadavia y ella apareció.
Lamenté que le tocara la parte más difícil, ahora debería identificarme. Cierto que esto no podía resultarle demasiado complejo tratándose de mí, único ser presente que portaba una entrecana barba; detalle puntualmente indicado en la previa descripción de mi apariencia. No obstante, interesante sería observar, de reojo claro está, que método pondría en práctica ella para hacerlo discretamente, pues aunque uno, respetuoso de los promedios estadísticos, ya resignadamente excedido de la mitad de la vida, ejerce la comprensión que estas situaciones pueden generar en sus semejantes.
Agradablemente sorprendido pude comprobar que la dama en cuestión se plantaba en la entrada, y con una valiente inseguridad, paneaba sector por sector del establecimiento en mi búsqueda. Debo reconocer que aún más me alegró observar que la imagen, que de ella me habían realizado, se encontraba muy superada por la realidad de una atractiva figura femenina; precisamente destacada por los ajustados jeans que, pese a los taintantos que se suponía traía encima, le sentaban de maravilla. Hasta acá todo bien, me dije, antes de que el tipo de siempre me injertara alguna duda.
Con una tímida sonrisa de blancos dientes, y un muy suave contoneo de caderas se acercó a la mesa en la cual me encontraba. Un rápido beso, excitante aroma a perfume y cosmética, más sonrisas; y yo, que me coloco detrás suyo para arrimarle la silla, recibo el regalo de una mirada de traslúcido color miel. Hermosos ojos aquellos que se sorprendían con agrado ante una gentileza ya en desuso. -¡Grande Tito!-, no pude evitar el congratularme silenciosamente con lo acertado de la táctica en empleo. En cuanto al apodo,  bueno, en realidad mi nombre es Roberto, “Tito” es algo que suelo utilizar en la intimidad conmigo mismo; pero solo cuando estoy de buenas.
Justo antes de que echara mano al plan alternativo, mismo que guardara como precaución ante un posible incumplimiento del pibe que vendía las flores, este se presentó como salido de la nada. Entregó a mi compañera el bonito bouquet, que por encargo hubiera preparado para la ocasión, y salió disparado hacia su puesto en la otra esquina de la plaza. -¡Todo perfecto!-. Pero esto me lo dije más tarde, pues en ese momento me encontraba absorbido por el esfuerzo de lanzar con regularidad abundantes feromonas, potenciadas ellas, por algunas frases neorrománticas de mi personal creación.
A los pocos minutos de entablado un dialogo que, rápidamente fue abandonando la acostumbrada rigidez de la cautela, estábamos ya en buen uso de una ascendente confianza. Nos íbamos relajando en el descubrimiento de coincidencias y afinidades. Aparentemente, mi aspecto soleado, y el oneroso reciclaje dental no se contradecían con sus gustos sobre el particular.
Pasado un cierto tiempo, hasta el tipo de siempre estaba entusiasmado y me sugería acciones, que aquí no voy a reproducir, y a las cuales en lo absoluto me oponía, solo que consideraba propio ejercitarlas algo más adelante.
Según la tradición indica, nadie avanza demasiado en la primera cita, de forma tal que luego de hora y media de charla, y en previsión de que decayera el nivel del intercambio, propuse un nuevo encuentro para el día venidero, a lo cual mi agraciada interlocutora accedió, no sin de tomarse unos instantes, pero solo los adecuados a las normas culturales aún vigentes.
-Bueno Esteban- me dijo, -será entonces mañana a la misma hora-. Yo sentí como si algo me succionara todo contenido cerebral, y solo escuchaba al tipo que gritaba como loco. ¡Esteban!, te llamó “Esteban”.
-Esteeee... , será un gran gusto Marta, pero mi nombre es Roberto-. -¿Cómo?, ¿Roberto?- dijo, en tanto el color de su tez se acercaba al bermellón -Y, y yo, yo soy María Cristina. ¡Esto es realmente vergonzoso!, ¡he estado hablando de mi vida con una persona desconocida!- y agregó, –ese tal Esteban también era un desconocido, y ¡AHORA VEO QUE ME HE EQUIVOCADO DE DESCONOCIDO! ¡Esto me ocurre por acceder a una cita a ciegas! Le pido excusas, (-¡sonamos!- dijo el tipo, -¡te está tratando de usted!-) comprendo que estaba esperando a otra persona-.
Mientras se esforzaba por contener las lágrimas producto de la bochornosa confusión, salió corriendo del salón sin que yo nada pudiera hacer. Quizá alguien menos anticuado, o menos choqueado, la hubiera seguido para tratar de recomponer la situación, tal vez Esteban, pero no el idiota de Roberto.
Me senté nuevamente tratando de presentar un blanco menor a las curiosas miradas de los parroquianos que poblaban el lugar. El ramo de flores era la evidencia en mi contra en el recién abierto expediente de María Cristina contra Roberto. Asunto que, pendiente de carátula, se iba agravando con las acusaciones del tipo; dado que, según él, era yo  pasible de la pena capital, cuanto menos. Cuando me pareció que pocos continuaban distrayéndose con mi presencia, tome las flores y las coloqué en la silla contigua, ya fuera del radio de las observaciones indiscretas.
Ocupado en ejercitar un convincente disimulo en medio de mi creciente decepción, veo que el viejo mozo de esa plaza se planta delante de mí. El buen hombre dudaba en como largarme su recado. Finalmente, hilvanando ideas, esgrime mi nombre a título de pregunta, una vez constatado el mismo, me dice que una dama estuvo buscándome, aunque sin seguridad sobre mi identidad. En caso de ser yo quien ella suponía, él debería informarme que “la señora Marta se había marchado al verme en tan buena compañía. Yo, sobrepasado por los acontecimientos, le agradezco con una sonrisa de muñeco de feria. El hombre comienza su retirada, cuando el tipo de siempre me inocula la pregunta que sale de mi boca.
-Perdón. Dígame, ¿como era esta señora?-
-Bueno, se trata de una persona algo “gordita” y bastante mayor que la señorita que conversaba con usted-, responde con picardía el mozo. El tipo gritaba cosas como: tarado, papelón, tarado, vergüenza, tarado, y demás por el estilo.
La décima parte de mí, única que quedaba indemne, asumió la conclusión del asunto, obteniendo del abnegado servidor gastronómico la precisión de que otro barbado individuo había estado ubicado en las cercanías. Parece que el hombre, que se encontraba retrasado y un tanto nervioso, se interesó por saber si alguien había preguntado por “Esteban”. Al decir del mozo, nos observó por un rato y luego partió, aún más inquieto que en su arribo.
Cruzando la plaza rumbo a mi casa, en un éxodo multitudinario de frustrantes pensamientos que, lamentablemente conmigo se venían, aún pude escuchar al tipo. El desgraciado, apretujado como estaba en un rincón de esta mente superpoblada, intentaba hacerse oír en medio del griterío pregonando su “graciosa” tergiversación del famoso principio algebraico.  
-“María Cristina y Roberto, Marta y Esteban,... como producto del desorden de los factores, resultaron todos alterados”-.

                               Filemón Solo

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